De hecho hay varios libros referenciales que ni siquiera lo nombran. En parte esa suerte se debe a que su irrupción coincidió —en tiempo y espacio— con el llamado movimiento Moderno, que empujado por los “Grandes maestros de la arquitectura” —Le Corbusier, Mies van der Rohe y Walter Gropius— indicaba otra forma y otro rumbo para lo que, consideraban, debía ser el lenguaje del nuevo siglo: una respuesta adecuada a las necesidades de la vida moderna.
Las primeras visiones retrospectivas del Art Déco parecieran haber considerado que se trató de una propuesta muy cercana a la decoración, que no se preocupaba por aportar nada radical en el campo de la arquitectura en un mundo en plena transformación.
Sin embargo, más allá de ese vacío bibliográfico, lo cierto es que entre 1920 y 1940 el estilo se divulgó en todo el mundo, sumando adeptos en una enorme variedad de tipologías edilicias, capaz de adecuarse tanto a la vivienda urbana, como a cines, hoteles, fábricas, garajes y rascacielos.
No sólo eso. Fue adoptado por los diseñadores de muebles, automóviles, afiches, trasatlánticos, locomotoras, moda, calzado, juguetes, electrodomésticos, joyas y todo elemento que admitiera un diseño.
Los hombres del Renacimiento consideraron de tal mala manera la arquitectura desarrollada en la edad media que la llamaron “gótica”, en relación a los godos, pueblo bárbaro. Los arquitectos del historicismo menospreciaron al barroco, llamándolo de esa manera en relación con una ostra deformada. Ha sido habitual que ciertos estilos hayan necesitado el paso el tiempo para que nuevas miradas se encargaran de descubrir su valor, redefinirlos y ubicarlos en su lugar.
Eso ocurre hoy con el Art Déco, que viene teniendo una revalorización entre los arquitectos, historiadores del arte y diseñadores, más allá de que para el común de la gente es desde mucho tiempo un estilo por demás atractivo y de muchísimo encanto.
No solo ha dejado de ser tomado como una propuesta “decorativa”, sino que es aceptada como “un reflejo de los cambios sociales, tecnológicos y culturales del siglo XX”, con lo cual cumple con una de las varias premisas de la arquitectura: ser producto de su época. Eran los denominados “años locos”, un período de euforia cultural, social y económica, especialmente en ciudades como París y Nueva York. Después de la Primera Guerra Mundial, la gente buscaba diversión, modernidad, libertad y ruptura con las normas tradicionales. Hubo una explosión de movimientos artísticos, fiestas, jazz, cabarets, flappers, cine, avances tecnológicos y cambios en la moda.
El Art Déco es claramente la expresión visual y estética de esos años ya que fue capaz de capturar ese espíritu: lujo, glamour, modernidad, velocidad, innovación y exceso. La búsqueda de lo nuevo, lo distinto y lo moderno en un mundo que aspiraba a la paz y al bienestar.
Fue además uno de los primeros lenguajes arquitectónicos globales, adaptado en ciudades tan distintas como Nueva York, Mumbai, París, Buenos Aires, Montevideo o México. Y si en algún momento se lo criticó por mezclar demasiadas influencias —cubismo, futurismo, Egipto, África, Asia, América precolombina— hoy se ve eso como una riqueza cultural y simbólica.
Hay una valorización de las fachadas geométricas, trabajadas con mármol, hierro forjado, madera tallada, vidrio esmerilado, mosaicos, cerámicas de colores, un trabajo artesanal de detalle pero también accesible para todas las capas sociales.
Un signo claro de esa revalorización lo ha dado el turismo, con ciudades que lo están protegiendo y la UNESCO que promueve la protección de zonas Art Déco en ciudades como Tel Aviv o Mumbai.
Si bien en Francia el Art Decó tenía ejemplos desde la primera década del siglo XX, el estilo alcanzó trascendencia mundial en 1925, en ocasión de realizarse en París la Expositión Internationales des Arts Décoratives et Industriels Modernes.
La muestra ocupó 22 hectáreas, desde la Explanada de los Inválidos, a través del Puente Alejandro III, hasta la entrada del Grand Palais. Dos tercios del terreno lo ocuparon pabellones franceses; el resto las demás naciones, la mayoría europeas.
Una de las exigencias para participar de la muestra era que ningún diseño podía basarse en estilos históricos, todo debía ser moderno. El resultado fue la convivencia de diversos modelos contemporáneos, desde el contructivismo del pabellón de la Unión Soviética, pasando por el expresionismo del pabellón holandés y el diseño de Víctor Horta para el pabellón belga.
Pero el art moderne francés (recién se lo llamaría Art Déco en 1966) ocupó el lugar destacado y la exposición presentó el estilo al público internacional.
Para otros arquitectos, el Art Déco no era “moderno” en el sentido estricto del término. No se basaba en lo racional ni estaba desprovisto de decoración, sino que utilizaba motivos y símbolos de la modernidad como elementos decorativos. Esto lo diferenciaba de la única propuesta racional de esa muestra, el Pabellón L’Esprit Nouveau de Le Corbusier.
Las estructuras Art Déco más destacadas de la Exposición fueron de empresas y artistas decorativos. Las Galerías Lafayette, Le Bon Marché y Le Printemps instalaron elaborados pabellones, con fachadas con elementos florales estilizados, formas escalonadas, rayos de sol y guardas en zigzags.
Representantes de diversas artes emplearon tácticas similares, desde editores de libros hasta el vidriero René Lalique, quien diseñó un obelisco escalonado, la Fontaine Lumineuse, con cariátides de vidrio moldeado. Otro pabellón aclamado fue la vitrina de muebles de Jacques—Émile Ruhlmann.
La Exposición duró seis meses y atrajo a 16 millones de visitantes, lo que generó la difusión internacional del estilo y ubicó a Francia como un referente de la moda.
El Art Déco fue influido por el geometrismo de las vanguardias históricas, así como por el Art Nouveau y la Bauhaus. También fue sensible a los modelos egipcios, mesopotámicos, africanos, vikingos, hindúes y americanos. Por ello, fue común la aparición de motivos aztecas, mayas e incas.
El colorido participa en los textiles, cerámica y se utilizan materiales como la baquelita y el plástico en los que se hace la imitación de jade y ámbar. También un gusto por materiales caros, fueran naturales o industriales, como la piel de zapa, de tiburón y carey; maderas como ambón, ébano y palisandro y materiales como el cromo, la baquelita y el acero inoxidable.
Muchos de los pabellones exhibían una profusión de lujo, creaciones que pretendían ser modernas, con una estética clásica, simétrica y rectilínea que dominó la época en arquitectura, carteles, tipografía, decoración, moda, pintura, escultura, grabado y cinematografía.
Tres ciudades norteamericanas convirtieron el Art Déco en sinónimo de diversión y glamour. Miami, con sus hoteles, casinos, boites y cines; Nueva York con sus rascacielos más emblemáticos (Empire State, Chrysler, Rockefeller Center) y Hollywood con sus decorados y escenografías.
Fue además un estilo de difusión barrial. Una vivienda con fachada Art Déco, algo simple de resolver desde lo material, admitía diseños personalizados y otorgaba un toque de modernidad. También los garajes, cines, teatros, estaciones de servicio, mercados se sintieron identificados con el estilo.
En el sur de la provincia de Buenos Aires existe la obra de Francisco Salamone, profesional que diseñó, entre 1936 y 1940, unos 60 edificios públicos —municipalidades, mataderos, portales de cementerios, mercados y escuelas y mobiliario urbano— adoptando este estilo, en singulares combinaciones con detalles expresionistas y futuristas.
A 100 años de la exposición de París, se suman las voces que discuten el Art Déco. Hay juicios positivos y negativos. Pero lo cierto es que ha salido del olvido y, lo que es más favorable aún, de la falta de consideración. Sin dudas tiene bien ganado su lugar en la historia del arte del siglo XX.