En Bahía Blanca existe una obra resuelta con esta técnica, la cual conforma una maravilla de la arquitectura y, sobre todo, de la ingeniería. La referencia es a la cubierta del estadio del club Estudiantes, Santa Fe 51, que por su singular ubicación —ocupa un centro de manzana— pasa desapercibida al quedar escondida a la vista y eso impide que se la admire en toda su dimensión.
A más de 60 años de su terminación, algunas deficiencias detectadas a simple vista —filtraciones, fisuras, mal estado de la impermeabilización— conforman un llamado de atención. Sin pretender ser alarmistas, repasamos en esta nota lo ocurrido con obras contemporáneas con esta cubierta, que supieron manifestar ciertas falencias y que han tenido el peor de los finales.
Autoridades de Japón han anunciado en las últimas horas la demolición del Gimnasio Municipal de la Prefectura de Kagawa, obra realizada entre 1962 y 1964 según un proyecto del arquitecto Kenzo Tange (1903-2005). El edificio permanece cerrado hace diez años, luego de detectarse la existencia de goteras en el techo.
Esta falla, que puede pensarse como menor, fue para los profesionales una señal sobre el estado general del edificio. Se procedió entonces a realizar un estudio técnico, el cual concluyó que el costo de los arreglos del edificio así como la necesidad de adecuarlo a las actuales exigencias en materia de confort y de seguridad sísmica eran tan onerosos (unos 12 millones de Euros) que la única salida viable es la demolición y, eventualmente, la construcción de un nuevo estadio. Aquella inocente gotera llevó a poner la mirada en la oxidación que sufrían los cables de acero que sostienen la cubierta, los cuales, por su ubicación, resultan “difíciles de reparar”.
La noticia ha conmovido a la comunidad del lugar, en particular a ingenieros y arquitectos, por ser una obra de un diseño único con una singular resolución técnica.
El gimnasio es de planta ovalada, con una cubierta curva que se eleva en sus extremos, sostenida por cuatro pilares, generando una forma que evoca a los tradicionales barcos de madera japoneses.
La obra se levanta en un terreno cuadrado, de 80 metros de lado, y la geometría de su cubierta es el elemento destacado del proyecto. Ubicada a 20 metros de altura está formada por una estructura suspendida de cables de acero que toman la forma de un paraboloide hiperbólico, una superficie de doble curvatura similar a una silla de montar. Los cables tienen una separación de un metro, entre los cuales se colocaron las losetas de hormigón de cinco centímetros de espesor.
El edificio está rodeado por dos grandes muros curvos de hormigón que parecen flotar en el aire. Los mismos tienen unos huecos circulares para la ventilación y una gigantesca gárgola sobre un pequeño estanque. El edificio tiene dos estructuras independientes. La primera, a nivel de la vía pública, “convencional”, donde se ubican vestuarios, oficinas y salas. La segunda en la cancha, cuyos extremos en forma de arco es donde se anclan los cables que sostienen el techo, creando esa geometría de gran impacto visual.
A pesar de la belleza del edificio, de su historia y del prestigio de su creador, la decisión de demolerlo está tomada. No hay recursos para su reparación y adecuación y pese a las voces a favor de su preservación, todo parece indicar lo inevitable de ese penoso final.
Otro singular estadio, que fuera símbolo de Montevideo, en Uruguay, se resolvió con una propuesta estructural que inspiró a varias obras similares, entre ellas el mítico Madison Square Garden de Nueva York.
Se trata del cilindro de Montevideo, un edificio circular de 95 metros de diámetro y 18 metros de altura con una cubierta materializada con cables de acero y losetas de poco espesor, según un proyecto y cálculo de los ingenieros Leonel Viera y Luis Mondino.
La obra se comenzó con un muro perimetral de mampostería coronado por un zuncho de hormigón, tipo abrazadera, del cual se anclaron los cables de acero que formaron la cubierta tensada, una especie de semiesfera invertida. Sobre ese entramado de cables se ubicaron piezas premoldeadas de forma trapezoidal, conformando la cubierta.
En esa superficie se colocaron ladrillos para incrementar el peso sobre los cables y forzar su elongación antes del hormigonado. Al endurecer el hormigón quedó una cubierta monolítica y los cables traccionados. Entonces se suprimió el lastre.
El edificio fue inaugurado en 1956, como recinto principal de la Exposición Nacional de la Producción. Pocos años después, Viera indicó al municipio la necesidad de darle mantenimiento a la estructura, con la impermeabilización de la cubierta y la aplicación de antióxido en los elementos metálicos. Esta observación nunca se tomó en cuenta.
Terminada la exposición, el cilindro fue adaptado como estadio y albergó un mundial de básquetbol, un sudamericano, un preolímpico y un premundial. Además fue sede de campeonatos de hándbol, boxeo y de espectáculos teatrales y musicales.
Todo fue de maravilla hasta el 21 de octubre de 2010, cuando un estruendo quebró la tranquilidad de la noche. El techo colgante se había desplomado. El informe de Bomberos atribuyó el colapso a un incendio originado por un desperfecto eléctrico cercano al anillo central del techo, el cual acabó venciendo la resistencia de los cables. La falta de un adecuado mantenimiento facilitó el desastre, el acero fue perdiendo capacidad resistente y la cubierta su delicado equilibrio de fuerzas. Al desplomarse golpeó las tribunas y la pared cilíndrica, deformándola y perdiendo el plomo vertical de estas.
Los restos del Cilindro permanecieron en pie cuatro años. El anuncio de su demolición abrió un debate, aunque nunca se llegó a considerar su reconstrucción al modelo original.
El 12 de mayo de 2014 una primera sirena anunció el inicio de la implosión. Un minuto después, la segunda, y 30 segundos después, la tercera. Tras ella, la espectacular detonación y el hundimiento definitivo del edificio. Hasta para esa destrucción la geometría dinámica de la obra manifestó la simplicidad del proyecto. Poco después se construyó en el lugar el Antel Arena.
Esta historia tiene otros condimentos, pero se relaciona con las anteriores. Su protagonista fue el arquitecto Carlos Trobo, quien fue contratado en 1967 para construir el templo parroquial de Progreso San Antonio María Claret, en Canelones, Uruguay.
Trobo quería hacer “algo importante para Dios y para la arquitectura”, así que hizo un croquis de su idea y consultó a Leonel Viera, el calculista del Cilindro de Montevideo, para materializarla. “La obra debía ser una representación exacta de una expresión matemática, donde la economía de formas y su belleza emanen de la simplicidad total”, dijo.
La propuesta fue construir un techo colgante, cables de acero y planchas de hormigón de cuatro centímetros de espesor, sostenido por dos arcos de hormigón de gran inclinación. El corte transversal de la cubierta generaba una elipse y los longitudinales una curva catenaria. El resultado, un paraboloide hiperbólico, una silla de montar. Viera hizo los cálculos basado en que los arcos inclinados producían un esfuerzo que mantenía el peso del techo en equilibrio.
La construcción fue compleja y se llegó a llenar los arcos de hormigón y a tenderse el techo y sus losas. El arco mayor, el del ábside, se elevaba 27 metros con una inclinación de 60 grados. El menor, inclinado 30 grados, llegaba a seis metros sobre la entrada al templo.
Los hierros colgantes eran aceros especiales de alta resistencia distanciados entre sí un metro, quedando curvas “paralelas” para permitir que las losetas apoyaran sin alterarlas.
Para el pretensionado de los cables se colgaron bolsas con 50 kg de arena en cada esquina de las losetas. Una vez tensados, se procedió a rellenar las juntas.
Pero algunos detalles comenzaron a causar preocupación, por caso cuando se detectó que el arco mayor se separó tres centímetros de su encofrado. Cuando se retiraron los andamios, quedó a la vista la impactante cubierta y se llegó incluso a realizar una misa con solamente el techo de doble curvatura.
Cuando Trobo trabajaba en el proyecto de las paredes un temporal puso un punto final a la obra: la mayor parte de la estructura fue derribada por el viento. Días después se vio que los aceros más alejados del eje longitudinal estaban corroídos por el óxido. También se dedujo que las losas laterales, en posición casi vertical, sufrían un empuje del viento que no se absorbió con eficacia y que se produjeron fisuras junto al arco menor, dando comienzo al proceso de oxidación de los hierros, un pequeño “talón de Aquiles”.
Probo terminó construyendo en el lugar otro templo, de extrema simpleza, cubierta a dos aguas, vecino a parte de la estructura del proyecto fallido.
La cubierta del estadio de básquet del club Estudiantes de Bahía Blanca fue proyectada y calculada en 1958 por tres jóvenes profesionales de la ciudad, los ingenieros civiles Néstor Distéfano y Ricardo Arrigoni, y el arquitecto Pedro Doiny Cabré. Es una cubierta colgante, similar a la de los edificios mencionados de Japón y Uruguay. Cables de acero anclados a dos arcos extremos de hormigón, una superficie de doble curvatura, un paraboloide hiperbólico.
Hace un par de años se firmó un convenio entre las autoridades de la entidad, los colegios profesionales y el departamento de ingeniería de la UNS para analizar el estado de la obra, dado que es posible detectar, a simple vista, fisuras, hierros expuestos y la filtración de agua durante las lluvias. La pandemia puso freno a ese proyecto y hasta la fecha quedó en la nada.
Viendo los antecedentes de obras similares y contemporáneas en su ejecución, es claro que estos detalles conforman una luz de alarma y plantean necesidad de analizar la obra. Además, es parte de un bien patrimonial, que cubre al denominado “templo del básquet bahiense”, un espacio de enorme valor histórico y cultural.