Junio/Julio 2019 - Año XXVII
Al borde de la línea

Claude Monet: el hombre de las impresiones

por Ing. Mario Minervino

Los impresionistas fueron muy discutidos en su época, con cuadros de pinceladas rápidas y sin atención al detalle, tratando de capturar el instante, fugaz e irrepetible. El tiempo, sin embargo, terminó por legarles el reconocimiento que le fue negado a la mayoría de ellos. Pierre-Auguste Renoir y Oscar-Claude Monet fueron de los pocos impresionistas que alcanzaron a conocer la fama y el renombre.

La casa Sotheby’s, de Nueva York, sacó a subasta, en mayo último, el cuadro Meules pintado por Claude Monet hace 130 años sobre una tela de 72 x 92 centímetros.

Se estimaba que se podían obtener 50 millones de dólares por la obra pero una oferta dio por tierra con esa presunción: 117 millones fue el precio obtenido.

La cifra estableció un nuevo récord para un trabajo de Monet. Una confirmación del valor que estas obras impresionistas siguen teniendo en el mercado del arte, en este caso con la autoría de uno de los pocos autores que alcanzó a visualizar cómo el mundo comenzaba a aceptar y valorar sus trabajos.

Lo curioso es que este no es el único Meules. Monet pintó 25 cuadros con ese mismo tema: unos montículos de trigo esparcidos en la campiña. La diferencia entre cada uno de ellos es que fueron realizados a distintas horas, con diferentes situaciones de luz y color. Todos tan similares como diferentes.

Éso es lo que hacían los pintores impresionistas: captar un momento único de la naturaleza. Con pinceladas cortas y rápidas, sin prestar atención a los detalles, recurriendo a motivos que hasta entonces no formaban parte de los temas habituales de los pintores. Con un manejo distinto de la luz, de los colores, de los trazos. Por eso también fueron discutidos en su tiempo, padeciendo la mayoría limitaciones económicas a lo largo de su vida y muy pocos disfrutando del reconocimiento que les estaba destinado en la historia del arte.

La primera impresión: un amanecer

En el siglo XIX los artistas de París necesitan ser admitidos en el Salón de París, exposición anual organizada por la Academia Francesa, para lograr el reconocimiento de la crítica y el público. Quedar fuera de esa muestra era poco menos que el ostracismo.

Pero en 1863 se desató un escándalo: cerca de 3 mil obras fueron rechazadas por el jurado de admisión. Sobre todo los trabajos alejados de los cánones de la época. La protesta de los artistas fue tan fuerte que el emperador Napoleón III decidió que podrían exponer sus obras en un salón vecino al oficial. Fue el nacimiento del llamado “salón de los rechazados” (Salón de Refuses), llamado a escribir un capítulo resonante en la historia del arte.

No por el éxito de la muestra, sino por quienes fueron sus expositores, entonces perfectos desconocidos, hoy autores de obras incluidas en los catálogos de las más reconocidas.

Uno de los pintores que expuso en esa sala anexa fue Édouard Manet, que con su “Le Déjeuner sur l’Herbe” (Desayuno en la hierba) se convirtió en una de las mayores influencias para todo un grupo de pintores franceses.

El tratamiento de la luz en la naturaleza y la pincelada rápida de Manet deslumbran y llenan de entusiasmo a jóvenes pintores como Monet, Cezzane, Renoir y Bazille. El impresionismo se preparaba a nacer.

Así como en algún momento los pintores y escritores se opusieron a la torre Eiffel, los impresionistas fueron condenados por sus contemporáneos.

“Estos pretendidos artistas se consideran revolucionarios. Toman un pedazo de tela, color y pinceles, lo embadurnan con unas cuantas manchas puestas al azar y lo firman”, señaló un crítico de 1876. Dos cosas indignaban a los especialistas: la técnica de pintar y los temas elegidos.

Los impresionistas aceptaban que cualquier escena de la vida real merecía ser pintada. Gente caminando por un boulevar, jugando cartas en las mesas de un café, una estación de trenes, un estanque, una montaña. “Todo ofreció temas idóneos a sus pinceles; dondequiera que apareciera una bella combinación de tonos, una configuración de colores y formas, un resplandor del sol, allí podía colocarse el caballete y reflejarlo sobre la tela”.

Los impresionistas pintaron cientos de cuadros. Miles de telas. A pesar de las críticas y las burlas. Unos pocos -Monet y Renoir por caso- vivieron lo suficiente para ver como sus obras eran reconocidas e introducidas en las galerías y museos del mundo. Se convirtieron en leyendas en vida.

Pero, además, lo ocurrido con los impresionistas legó una suerte de leyenda y de enseñanza. Los innovadores debían ser respetados. Los críticos y el público podían equivocarse. Aquel fracaso de los críticos de entender ese movimiento es tan importante en la historia del arte como el triunfo final de los impresionistas. “La crítica sufrió un golpe del que jamás se recuperaría”, se dice.

En 1874, los habituales pintores rechazados crearon la Sociedad de Pintores, Escultores y Grabadores, y organizaron la primera muestra con sus obras, en un lugar distinto al asignado hasta entonces. La misma se extendió durante un mes y no reunió más de cien personas cada día.

A esa exposición Monet llevó “Impression, soleil levant”, una escena capturada en el puerto de Le Havre, pintada dos años antes. El crítico Louis Leroy publicó en un diario parisino que a partir del nombre de ese cuadro, a los pintores cultores de esta modalidad se los podía llamar “impresionistas”. Es el nombre que quedó para siempre.

“Monet pintó el sol casi con la misma luminancia del cielo, una condición que sugiere humedad alta y atenuación atmosférica de la luz (…) La pintura trata el valor de contraste simultáneo de los colores, situando tonos cálidos sobre otros opuestos. El principal objetivo de Monet es provocar una impresión en el espectador, por lo que encontramos la importancia que se le atribuye en el impresionismo”, señaló Leroy sobre esa mítica tela.

Monet había captado ese paisaje de manera rápida, con los brillos y colores del momento, con el sol en ese punto y no en otro. Había logrado, según sus palabras, “pintar directamente la naturaleza, en un esfuerzo por reproducir mis impresiones frente a los efectos más fugitivos”.

Ante esa situación el pintor no tenía tiempo de mezclar y unir sus colores en capas: los deposita directamente sobre la tela en rápidas pinceladas, sin preocuparse por la terminación sino por el efecto general del conjunto. Por eso su propuesta estaba tan alejada de la de los pintores de época.

Hoy aquel cuadro está en el Museo Marmottan Monet, en París, un pequeño inmueble que fuera el pabellón de casa de una mansión. Ese museo contiene la mayor colección de arte impresionista, con 66 obras de Monet y otras tantas de Manet, Pissarro y Renoir.

En 1891 fue Paul Durand-Ruel, comerciante de arte y admirador de los impresionistas, el encargado de montar una exposición en su galería. Allí ubicó 15 cuadros de la serie de 25 Meulers pintados por Monet. A esa muestra concurrió la coleccionista estadounidense Bertha Honoré Palmer. Prueba del modesto reconocimiento que todavía tenía la obra de Monet es que la mujer adquirió ocho cuadros de esa serie. Uno de esos el que ahora se vendió en 100 millones de dólares.

Tres décadas después, ya consagrado, Monet completó su serie de los nenúfares, una de las tantas que realizó en su vida, pintando una y otra vez el paisaje de su jardín de Giverny, vecinos a las laderas donde estaba el trigo de los Meulers. Cada uno está considerado como una obra maestra, con los trazos que reflejan, en diferentes paletas cromáticas, los reflejos y la luz de las plantas en el agua.

Series y cataratas

Monet fue diagnosticado con cataratas en ambos ojos a la edad de 72 años, las cuales sufrió hasta 1923, cuando se sometió a una cirugía. Esa afectación de la vista tienen el efecto de absorber la luz y hacer que todo parezca más amarillo rojizo. Acaso por eso las pinturas de los nenúfares y sauces de esa época son más abstractos, con color del espectro azul-verde a amarillos, rosas y rojos más turbios.

En 1890 Monet compró su casa en Giverny y diseñó los jardines a partir de los cuales pintaría el resto de su vida. Paisajista, dirigió el trabajo junto a seis jardineros contratados. Allí creó un estanque desviando un río y lo llenó con cultivares de nenúfar de Sudamérica y Egipto.

Ya fallecido, su hijo Michel legó la propiedad a la Academia de Bellas Artes. Hoy es un lugar al que llevan miles de turistas cada año.

Los pobres de pinceladas cortas

Pierre-Auguste Renoir y Oscar-Claude Monet fueron de los pocos impresionistas que alcanzaron a conocer la fama y el renombre, gracias a vivir lo suficiente para que el arte valorara sus obras y el mercado comenzara a considerarlas valiosas.

Al momento de sus muertes, en 1919 y 1926, ambos eran leyendas. Junto a ellos comenzaron a ser reconocidos sus amigos y compañeros (algunos de ellos definidos como post impresionistas), tal los casos de Edgar Degas, Paul Cèzanne, Camille Pisarro, Edouard Manet y el mítico Vicent Van Gogh.

Ninguno imaginó jamás que sus pequeños cuadros serían tan requeridos y valorados.

Los ‘Jugadores de Cartas’ (Les Joueurs de cartes) de Cézanne fue vendido en 2012 en 250 millones de dólares. ‘Bal au moulin de la Galette’, de Renoir, se vendió en 1990 en 82,5 millones y ‘Nafea faa Ipoipo’, de Paul Gauguin, ese mismo año en 210 millones.

Las más caras

Las siguientes pinturas son las mejor pagadas de la historia:

  1. Salvator Mundi, de Leonardo da Vinci (pintado en 1500), 450,3 millones de dólares, vendido en 2017.
  2. Interchange, de Willem De Kooning (1955), 300 millones, 2015.
  3. Los jugadores de cartas, de Paul Cèzanne (1890), 259 millones, 2011.
  4. Nafea faa Ipoipo, de Paul Gauguin (1892), 210 millones, 2015.
  5. Number 17A, de Jackson Pollock (1948), 200 millones, 2015 .
  6. Les femmes d’Alger, de Pablo Picasso (1955), 179 millones, 2015.
  7. Desnudo acostado, de Amedeo Modigliani (1917), 170,4 millones, 2015.
  8. El sueño, de Pablo Picasso (1932),
    155 millones, 2013.
  9. Tres estudios de Lucian Freud, de Francis Bacon (1969), 142,4 millones, 2013.
  10. Número 5, de Jackson Pollock (1948),
    140 millones, 2006.
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