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Emily Warren: una ingeniera de campo en el más célebre de todos los puentes
El 24 de mayo de 1883 una mujer de 40 años subió al carruaje del presidente de los Estados Unidos, Chester Alan Arthur, para ser parte del cruce inaugural del puente de Brooklyn, en Manhattan, una de las obras de ingeniería más célebres del siglo XIX.
Una estructura en suspensión
La idea de construir puentes colgantes es inmemorial. Las antiguas civilizaciones utilizaron lianas y cuerdas para sostener elementales pasarelas de madera, de modo de sortear un río o algún accidente geográfico.
El gran cambio en materia constructiva se produce en el siglo XIX, cuando esas lianas comenzaron a reemplazarse por resistentes cables de hierro y acero.
El puente de Brooklyn resulta el ejemplo más clásico de un puente colgante moderno –el primero en usar acero en América– y desde su construcción se ha convertido en modelo en todo el mundo.
Los cables de acero de estos puentes resultan especialmente eficientes, ya que están en estado de tensión pura, mientras que la mayoría de las formas estructurales aparecen esfuerzos mixtos (por caso, en una viga simple conviven los de compresión y de tracción).
Un cable suspendido en sus extremos adopta una forma curva parecida a una parábola, definida matemáticamente como una curva catenaria, una forma estructural casi ideal por estar sometida sólo a tensión.
Un dato curioso es que si esa forma se invierte, el resultado es una catenaria sometida de manera exclusiva a comprensión. Tales arcos, y las formas abovedas que de él derivan, fue el método utilizado por el arquitecto catalán Antoni Gaudí para el diseño de muchas de sus estructuras edilicias.
Los números, las torres
Dos torres de 84 metros de alto –equivalentes a un edificio de 25 pisos—construidas en piedra caliza, granito y cemento forman los componentes emblemáticos del puente.
Cada uno está resuelto con un par de aberturas formada por arcos apuntados u ojivales, propio de las catedrales del gótico, en la edad media. Con este aporte de diseño, el puente combina el gusto de la época por los estilos del pasado, en singular convivencia con la más avanzada de las tecnologías, como era el uso del acero, el material por excelencia de la revolución industrial.
El tablero del puente, con seis carriles, es sostenido por tres manojos de cables de acero, cada uno de 40 centímetros de diámetro.
El puente de Brooklyn comparte con el Empire State Building y la estatua de la Libertad la particular situación de ser “la postal” de Nueva York. Por eso es habitual verlo en series, películas o documentales. Su perfil fue repetido en miles de fotografías cuando ocurrió el atentado a las torres gemelas del World Trate Center, en 2001.
Hoy mismo suele verse por delante de la denominada Freedom Tower –el rascacielos que reemplazó a las gemelas– o el llamativo edificio de acero inoxidable diseñado por el arquitecto Frank Gehry.
El puente, además, ha cruzado algo más que un río: ha atravesado tres siglos.

No estaba sola: en sus manos llevaba un gallo, símbolo de la victoria, como particular manera de manifestar el exitoso final de esa construcción, luego de 13 años de trabajo.
Se trataba de Emily Warren, inesperadamente convertida en alma mater de la construcción, ingeniera por oficio y práctica, directora de obra, respetada por políticos, inversores y trabajadores. No muy lejos del lugar, discapacitado y desde una cama, su marido, el ingeniero civil Washington Roebling, disfrutaba de ese logro, con orgullo y emoción.
Se terminaba de escribir una página destacada de una época donde la disponibilidad de materiales como el hierro y el acero permitían al hombre (y a la mujer) generar significativos aportes en obras de infraestructura.
El puente de Brooklyn conforma una hazaña de la ingeniería. Conectando los distritos de Manhattan y Brooklyn, sobre el East River, es un verdadero ícono de Nueva York y le cabe el logro de ser el primer puente colgante materializado mediante el uso de alambres de acero.
La mujer
Emily Warren nació el 23 de septiembre de 1843, en Nueva York. En el invierno de 1864, visitó a uno de sus 11 hermanos en un campamento militar de Virginia. Allí conoció a Washington Roebling, soldado raso, hijo del ingeniero John Roebling, quien se había ganado un prestigio realizando proyectos, cálculos y construcción de varios puentes colgantes en Pittsburgh y Cincinnati.
Fue un amor inmediato y 11 meses después Emily y Washington estaban casados. Se instalaron en Cincinnati, donde Washington colaboraba con su padre en el mantenimiento de algunas obras y en el diseño de otras nuevas.
Emily se dedicaba a su casa, más allá de ser una mujer con fuertes inquietudes intelectuales. Por eso no dudó en acompañar a su marido a Europa, con la particular misión de estudiar el funcionamiento de los novedosos cajones neumáticos, utilizados para poder trabajar debajo del agua.
El sistema era una posible respuesta para resolver la cimentación del proyecto más importante encargado a su suegro: la construcción del puente de Brooklyn. Fue la primera relación entre ella y la ingeniería.
El destino
Construir el puente de Brooklyn sería el punto máximo en la vida del ingeniero John Roebling. Una obra colosal, de dimensiones inéditas. Un desafío a la altura de sus conocimientos y experiencia en la construcción de puentes. Pero un hecho desafortunado cortó ese sueño.
En 1869, mientras caminaba por el muelle donde se ubicaría el inicio de la obra, un ferry le aplastó el pie derecho. Una herida severa, pero no mortal, que obligó a amputarle los dedos de su pie. Pero ese no fue el problema, sino que el ingeniero se negó a recibir un tratamiento posterior, de cuidado para evitar una posible infección. Esa decisión fue fatal. Murió algunas semanas después.
Su hijo Washington asumió entonces el protagonismo de esta historia y no dudó en ponerse al frente de la obra, con todo por hacer. Emily, su mujer, lo acompañaba, a cargo de la casa y de los hijos. No imaginaba que otro papel estaba escrito para su destino.
El detalle
El puente de Brooklyn iba a ser el puente más largo jamás construido, un verdadero desafío de la ingeniería, algo que en nada asustaba a John Roebling, quien rápidamente se puso a trabajar en su diseño.
La construcción comenzó en 1870 y para llegar a la roca del lecho del río, donde cimentar las dos grandes pilas que sujetarían los cables de acero, se utilizaron dos enormes cajones neumáticos, adaptados y mejorados por el propio Washington.
El cajón consistía en una cámara con cierre hermético, dentro de la cual se ubicaban los trabajadores que realizaban tareas a grandes profundidades, incluso en un lecho de agua.
Nadie había considerado entonces el impacto que ese sistema podía tener en el cuerpo humano. Todos ignoraban que el cambio de presión a la que resultaban sometidos los obreros podía resultar fatal para sus organismos.
Dentro de esa caja, con poco y enrarecido aire, oscura y húmeda, los obreros realizaban un trabajo agotador, cavando en el lodo y viendo como un balde que corría por dentro de una gran tubería lo llevaba a la superficie, donde se depositaba en un lanchón que lo trasladaba a tierra firme.
Pero poco tiempo alcanzó para comprobar que algo estaba mal. Cerca de 30 hombres murieron allí, lejos de la prensa y del conocimiento público. Más de 100 fueron afectados por la llamada “enfermedad del cajón” o de “la descompresión”. El cambio de presión era letal, a determinadas profundidades el nitrógeno se disuelve en la sangre, dejando a los hombres discapacitados, ciegos o con fuertes dolores como consecuencia de una suerte de intoxicación.
Pero no sólo los trabajadores pagaron un precio: el propio Washington, que acudía de manera diaria al lugar, resultó afectado de la peor manera. Quedó ciego, semiparalizado y condenado a quedar postrado. El puente se había quedado, una vez más, sin su principal hacedor: la obra estaba en riesgo de colapsar.
Detrás de cada gran hombre
Con el lugar más importante de la obra vacante, unos pocos nombres aparecían capacitados para tomar el timón. Hasta que Emily Warren apareció en escena. Luego de tantos años de acompañar a su marido, de escucharlo, de ayudarlo, se sintió capacitada para ser su sucesora. Trabajando a partir de un contacto diario con él, estudiando todo lo relacionado con el cálculo y los materiales, fue generando la confianza de los inversores y adquiriendo los conocimientos suficientes para defender, con su trabajo, el cargo que ocuparía. En poco tiempo se convirtió en el rostro de la construcción y todos terminaron aceptando su presencia y dirección. Ya no era “la representante” de su marido, sino una persona que tomaba sus propias decisiones y estrategias. Enfrentó más muertes, falta de presupuesto, carencia de materiales, problemas de diseño, críticas adversas, augurios negativos. Nada la detuvo.
El cruce
Por eso nadie se extrañó cuando, el día inaugural, Emily fue la primera en cruzar el puente, con el presidente Chester Arthur mirando el gallo vivo que, para la buena suerte, ella llevaba en su regazo.
Abram Hewitt, uno de los jefes de obra, dijo en la ocasión que “el nombre de Emily estará inseparablemente asociado con todo lo que es admirable en la naturaleza humana y maravilloso en el mundo constructivo”. Anticipó, además, que el puente sería “un monumento eterno para la devoción abnegada de una mujer y su capacidad para esa educación superior de la que ha sido inhabilitada durante tanto tiempo”.
Terminada la obra, Emily se instaló, junto con Washington, en Trenton, Nueva Jersey. Allí siguió desarrollando todo tipo de actividades, viajó por el mundo y a sus 56 años se recibió de abogada en la Universidad de Nueva York. Su ensayo final de carrera se tituló “Las discapacidades de una esposa”, un llamado para que las mujeres sean iguales a los hombres ante la ley.
Afectada por un cáncer falleció a la edad de 59 años, en 1903. Su marido la sobrevivió 23 años.
Su nombre, no obstante, sigue siempre opacado por el de su suegro y el de su marido, como si el hecho de ser mujer o de oficiar de ingeniera sin formación académica invalidara su trabajo. Su logro, nada menos que el puente de Brooklyn, es prueba contundente de su talento.










