El sitio de la construcción del sur argentino

Septiembre 2014 - Año XXIII
Al borde de la línea

Gustav Eiffel. El ingeniero de la torre

por Ing. Mario Minervino

El ingeniero Gustav Eiffel tenía 55 años de edad cuando sus colaboradores más cercanos intentaron entusiasmarlo con la idea de participar del concurso convocado por el ayuntamiento de París para construir una torre de hierro de 300 metros –una altura jamás alcanzada hasta entonces por el hombre con una obra- que sirviera para marcar la ubicación de la Exposición Universal que tendría lugar en 1889 en esa ciudad francesa.

E

iffel, que había cambiado su apellido unos pocos años antes, adoptando el nombre del pueblo de sus abuelos en lugar de su Bonickausen natal, que muy pocos podían pronunciar, terminó por entusiasmarse con el trabajo, luego de analizar la propuesta de los arquitectos Maurice Koechlin, Emile Nouguier y Stephen Sauvestre, empleados de su estudio de ingeniería. No imaginaba, por entonces, el impacto que la obra tendría entre los parisinos, primero, en el mundo, después, y que su apellido quedaría por siempre ligado a esa construcción.

Hombres de hierro

Eiffel no tenía dudas de que el hierro era el material adecuado para materializar semejante obra, considerando que, además, se trataba de una construcción que, como todas las erigidas para albergar este tipo de exposiciones temporales, sería luego desmontada. Tampoco le preocupaba la estabilidad de la construcción, a partir de su amplia experiencia en el manejo de ese material, su formación como calculista y su práctica a partir de la ejecución de los puentes más impactantes de su tiempo.

El ingeniero había comenzado a ser reconocido diez años antes, cuando con una ligera estructura materializó el viaducto María Pía, en Oporto, Portugal, que posibilitó el paso del ferrocarril sobre el río Duero, con un largo de 563 metros sostenido por un arco y varios soportes. En 1881 volvió a maravillar a sus pares con el viaducto Garabit, en Loubaresse, Francia, con 565 metros sobre el río Truyere.

Unos años antes, en 1878, el escultor Frédéric Bartholdi, diseñador de la Estatua de la Libertad que Francia obsequió a los Estados Unidos en ocasión del centenario de la Independencia de los Estados Unidos, lo contrató para diseñar y calcular la estructura interior de su colosal estatua de cobre, la cual estaría expuesta a los fuertes vientos de la isla de Manhattan, junto a la desembocadura del río Hudson. Eiffel realizó una torre interna capaz de soportar la figura femenina y un esqueleto secundario interno que mantuviera en su lugar la “piel”, dando una respuesta adecuada las especiales solicitaciones a que está sometida esa mítica obra.

Con toda esa práctica y conocimientos fue que acometió la que sería su obra maestra.

En tres meses, la gran torre

Los 5.300 planos de taller que preparó Eifell y su gente fueron lo suficientemente precisos como para permitir que unos 200 operarios necesitaran menos de tres meses para armar la colosal torre de 300 metros de altura la cual, desde sus inicios, la gente llamó con el nombre de Eiffel. El mayor riesgo de la estructura era ser afectada por el empuje del viento, pero la particularidad de ser una torre hueca derivó en ofrecer poca resistencia al mismo y con “apenas” 300 toneladas de hierro quedó montada. La construcción fue financiada por el ayuntamiento de París, por algunos bancos y por el propio Eiffel, quien obtuvo un permiso para, terminada la Exposición, “explotarla” durante 20 años. La propuesta adicional de Eiffel fue que la obra tuviese un uso, de allí su idea de generar dos “plataformas-mirador”, además de dependencias de apoyo para los visitantes del lugar.

Nada más dar a conocer el boceto de la torre generó espanto en la sociedad parisina. El “armatoste de hierro” empujó a unos 300 artistas de la época –escritores, pintores, escultores– a publicar una carta abierta en los principales diarios, hablando de la “inútil y monstruosa Torre Eiffel”, calificándola como una “trágica lámpara de calle”, “un esqueleto de atalaya” o “un mástil de hierro deforme”.

Lo cierto es que, a pesar de la fealdad de la obra y de su hierro expuesto, su presencia marcó para siempre el corazón de la ciudad y, finalmente, logró imponerse hasta convertirse en símbolo de la ciudad.

Eiffel pudo disfrutar ese éxito y algo más. Cuando murió, en 1923, a sus 91 años de edad, la misma había servido, además, para mejorar las comunicaciones y potenciar el turismo, llegando en la actualidad a recibir 236 millones de visitantes cada año. Desde entonces, la obra y su constructor siguen siendo una única cosa.

Eiffel y su (no) paso por la Argentina

Leyendas urbanas suelen denominarse a determinadas afirmaciones que, sin un sustento real, se mantienen en el tiempo. Tal es el caso de un particular molino de viento existente en la localidad de Dolores, provincia de Córdoba, al cual se lo menciona como una obra ideada por Eiffel. La historia la instaló, aseguran, los descendientes de la familia Olmos y, en especial, Doña María Arislao de Olmos, quienes aseguraban que el molino era de origen francés y armado por el ingeniero para la Exposición Rural de principios de siglo.

El molino de Eiffel –así se lo llama– tiene, en sus 125 metros de desarrollo, mucho en común con la torre: el uso del hierro, sus plataformas intermedias, su escalera caracol y su remate. Sin embargo, su historia es otra. Hace un año, el arquitecto Jorge Tartarini, un referente en cuestiones patrimoniales, publicó una nota sobre los molinos de viento en el país, y de cómo permitió obtener agua en lugares donde no existían cursos fluviales ni aguadas naturales, transformando la realidad del campo argentino.

Si bien los primeros se importaron, pronto aparecieron fábricas nacionales, entre ellas la del ingeniero J. A. Saglio, con su molino marca Hércules, que solía agregar a la estructura “ornamentaciones artísticas”, acordes a los estilos en boga. Incluso los modelos de mayor envergadura incluían una escalera de caracol, vinculando distintos niveles de miradores sobre los tanques de hierro, destinados a apreciar el entorno y tomar el té. Tartarini asegura que el mítico “Molino francés” es en realidad de Saglio, marca Hércules, de lo nuestro, lo mejor.

La rueda, tampoco

Tampoco existen evidencias o documentos que den cuenta de que la conocida “Rueda Eiffel”, también ubicada en Córdoba, haya sido fabricada por Eiffel, según aseguran muchos.

La obra, una vuelta al mundo, es de hierro forjado, de 27 metros de diámetro y con 20 cabinas con 6 plazas. El historiador y arquitecto Carlos Page asegura que originalmente al armazón tenía una placa que certificaba que había sido prefabricada en los talleres Eiffel.

El primer emplazamiento de la rueda fue en San Miguel de Tucumán, en el “Mundial Park” que se montó durante los festejos del centenario de la declaración de la independencia argentina, en 1916.

En 1918 el gobierno de Córdoba la compró y la instaló en el Parque Sarmiento, aunque siempre tuvo problemas de funcionamiento debido a un deficiente montado. En 1938 fue clausurada y olvidada hasta 1992, cuando los arquitectos cordobeses Noemí Goytía y Daniel Moisset desarrollaron un estudio técnico para su reconstrucción. En 2001 fue reconvertida en una escultura, pintada verde oscuro, y se la sigue llamando como la “Rueda de Eiffel”.

El Faro de Monte Hermoso, menos

También, durante muchos años, se mencionó que el Faro de Recalada de Monte Hermoso, una atractiva estructura metálica de 67 metros de altura adquirida en 1905 a Francia por el ingeniero italiano Luis Luiggi, como parte de las obras del puerto Militar de Punta Alta, fue fabricado por una empresa que participó de la construcción de la torre Eiffel.

La estructura conserva la chapa que identifica a la empresa Barbier, Bernard & Turenne París Constructeurs como su constructora e incluso hay referencias de cuando Luiggi visitó los talleres de París donde se armaban sus partes.

Lo que nunca pudo verificarse es que esa firma haya participado en la construcción de la torre parisina.

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