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Plaza San Pedro, obra de Bernini. Un escenario urbano que maravilla y atrapa
"El espacio barroco es independiente y vivo: fluye y conduce a espectaculares culminaciones"
Henry Millon, Arquitectura Barroca y Rococó.

elección del Papa Francisco, el argentino Jorge Bergoglio, precedida por la renuncia de su antecesor, Benedicto XVI, permitió que en las últimas semanas se pudiera apreciar de manera repetida y en toda su magnitud la plaza de San Pedro, una de las maravillas urbanas legadas a la humanidad por artistas del arte barroco. Pensada en parte como expresión del abrazo de la Iglesia a fieles y ateos, su diseño estuvo motivado también en destacar la cúpula que, sobre la Basílica de San Pedro, diseñó Miguel Angel Buonarotti, y resaltar la apaisada fachada del templo.
La arquitectura barroca es, esencialmente, de carácter emocional. Con ese término se designó –tiempo más tarde y de manera despectiva por parte de los críticos franceses del siglo XVIII– a esa propuesta curviforme, pesadamente decorada, de retorcidas columnas, entablamentos curvos y de enorme plasticidad escultórica. Ingresar a un espacio barroco es acceder a la primera gran manifestación del arte al servicio, en este caso, de un fin religioso, discutido incluso en el Concilio de Trento, buscando recuperar fieles al catolicismo a partir de la generación de una emoción casi mística. En esos interiores se quiebra el marco de la arquitectura y aparecen, en toda su intensidad, la pintura, la escultura y la arquitectura, generando lo que algunos estudiosos han definido como “una obra de arte total”. Ese espacio es, en rigor, “una gran engaño decorativo”, donde prevalece “la superioridad estética de la mentira frente a lo verdadero”. No es motivo de esta nota analizar el arte barroco, aunque el mismo puede entenderse a partir de los principales puntos de atención de los artistas de ese tiempo: la luz, el ilusionismo escenográfico y el movimiento.
Pisar la calle
Si algo destacó a los artistas del barroco es su gran ánimo urbano, la decisión de involucrarse con los espacios para vincularlos con los edificios existentes a partir de la generación de un gran escenario. El barroco sale de lo edilicio y se extiende a la calle, a la escalinata y al paseo, desarrollando un nuevo concepto: el de la plaza barroca, que hoy deleita y conmueve a todos quienes las visitan y las recorren, con una propuesta escenográfica y de recorrido único. Son verdaderos salones abiertos y Roma es, por excelencia, la ciudad barroca del mundo. Acaso sea precisamente un trabajo de Gian Lorenzo Bernini (1598-1680), la plaza de San Pedro, el mejor ejemplo de ese espíritu. Construida entre 1656 y 1667, el artista logra con ella crear un auténtico “teatro sacro”, pensado como pórtico de la basílica vecina y como una expansión del templo a la ciudad.
La plaza de San Pedro comenzó a construirse 30 años después de haber sido terminada la basílica, esa monumental obra que demandó 120 años y la intervención de artistas de la talla de León Alberti, Bernardo Rossellino, Donato Bramante, Rafael, Sangallo, Miguel Angel y Maderno. El tiempo que llevó su ejecución significó que la construcción la iniciaran los hombres del renacimiento y la terminaran los del barroco.
Fue contratada por el Papa Alejandro VII, quien pretendía, a través del urbanismo, destacar el poder papal y la presencia de una iglesia que lograba reconstruirse a partir de la pérdida de fieles generada por la Reforma liderada por Martín Lutero.
Bernini debía generar un espacio capaz de congregar las muchedumbres que llegaran a Roma a recibir la bendición papal, sobre todo en tiempo de pascuas. Para eso dividió el espacio existente en dos partes: una porción inmediata, adyacente a la fachada de la basílica, de forma trapezoidal. Otra más alejada, formada por una amplísima plaza ovalada, con su eje mayor paralelo al frente de la basílica. Esta última forma geométrica es propia del barroco que buscó, mediante estos recursos compositivos, generar desequilibrio, tensión y una dinámica totalmente contrapuesta al criterio renacentista. Por eso la elipse desplazó al círculo, considerado por los hombres del renacimiento como la figura más equilibrada, poseedora de un único centro e idéntica distancia al mismo desde cualquier punto de su perímetro.
Como figura geométrica, la elipse tiene dos focos, los cuales en el lugar coinciden con la ubicación de dos fuentes, una diseñada por Bernini, otra por Maderno. Es de destacar que las fuentes con agua es otro de los aportes de los arquitectos del barroco, que de esta manera sumaron elementos de la naturaleza a la parte urbana, además de potenciar el dinamismo a partir del movimiento constante del agua.
La plaza oval, de 320 metros por 240 metros, fue rodeada, en el aporte más impactante de su autor, por una inusual columnata que se curva, formada por cuatro filas de columnas toscanas, de 13 metros de altura, de fuste liso y capitel dórico, que terminan de materializar, al decir del propio Bernini, “los brazos materiales de la Iglesia”, capaces de “abrazar a los católicos para reforzar su fe, a los herejes para devolverlos al seno de la Iglesia y a los ateos para iluminarlos con la luz de la verdadera fe”.
A partir de ese diseño la Basílica pasó a disponer de un atrio gigantesco, donde se pueden ubicar las grandes muchedumbres. La plaza es, en ese sentido, una máquina teatral, uno de los elementos más característicos de la Europa barroca.
Si bien el edificio basilical actúa como inspirador del espacio generado, al buscar resaltarlo y potenciarlo, la plaza logra su propia centralidad, remarcada por la existencia previa del obelisco egipcio de 25,50 metros de altura –sobre el pedestal alcanza los 40 metros– que el Papa Sixto V había ordenado colocar en el lugar, trayéndolo de su anterior ubicación en el denominado Circo de Nerón.

La plaza y la cúpula
Bernini diseñó la plaza, además, con la voluntad de no competir con el frente de la basílica diseñada por Carlo Maderno, de 115 metros de frente por 46 de alto, y buscando resaltar la retrasada cúpula de Miguel Angel, cuyo punto superior alcanza los 131 metros de altura. De allí que la columnata –ordenadas de a cuatro, dejando un pasillo central más ancho y completando 284 columnas y 88 pilastras-- fue pensada de carácter monumental pero de modo de obtener una edificación de la menor altura posible, resaltando así la baja y apaisada fachada. Sobre este bosque pétreo se ubicaron 144 estatuas de santos, de modo de generar un vínculo entre la Iglesia triunfante –la de los santos– y la militante, la de los fieles. Esas figuras servían, también, para “cristianizar” una arquitectura proveniente de los griegos y romanos, habitantes de un mundo pagano. Lo mismo sucedió con el obelisco, al cual se le agregó una cruz sobre su extremo superior.
El obelisco, ubicado en el eje longitudinal de la Basílica, impide mirar la fachada desde el lugar exacto del centro de la elipse, sino que la persona debe desplazarse unos metros. Ese movimiento, que se extiende a lo largo del eje principal de la elipse, genera una visión dinámica y cambiante de la cúpula, quebrando la propuesta estática y semioculta que supone una vista frontal y que tanto deleitaba a los renacentistas.
Han pasado 400 años desde que se diseñó el lugar y, transitando los primeros años del tercer milenio, los católicos romanos siguen disfrutando del cálido abrazo de esa maravillosa columnata, admirando la basílica a la cual confluyen todas las perspectivas del lugar, dejando que aquel espíritu de una era barroca, plagada de grandes artistas, se cuele entre sus almas y corazones para sentir que también el hombre es capaz de generar situaciones cercanas a lo Divino.

Bernini, el arquitecto de Dios
Gian Lorenzo Bernini nació en 1598, en Nápoles. Entre 1621 y 1625 realizó obras que lo consagrarían como un maestro de la escultura: cuatro grupos escultóricos basados en temas mitológicos y bíblicos encargados por el cardenal Borghese.
El Papa Urbano VIII, un pontífice ambicioso, amante de las artes, le otorgó el cargo de Arquitecto de Dios, al considerarlo ideal para realizar sus proyectos urbanísticos y arquitectónicos para dar forma y expresión a la voluntad de la Iglesia de representarse a sí misma con fuerza triunfante.
Bernini trabajó primero en la Basílica de San Pedro, donde diseñó su conocido Baldaquino de columnas torneadas. En 1627 comienza la construcción del Mausoleo de Urbano VII, inspirado en la Tumba Médici de Miguel Ángel, con la estatua del papa en lo alto.
Entre sus obras cumbres se ubican el éxtasis de Santa Teresa, la famosa Fuente de los Cuatro Ríos, en la Plaza Navona de Roma, y la escultura La Verdad, en la Galería Borghese. También es autor de David (1623) y Apolo y Dafne (1625).
Es el arquitecto más representativo del barroco italiano, autor de la Iglesia de Sant’Andrea en el Quirinal, Colegiata de Ariccia, Palacio Montecitorio y la Scala Regia del Vaticano.