El sitio de la construcción del sur argentino

Julio 2015 - Año XXV
Editorial

Plusvalías constructivas una forma de lograr ciudades modernas y equitativas

por Ing. Ricardo R. Kloster - Director

Los procesos de urbanización de las mayorías de nuestras ciudades se han caracterizado, generalmente, por la existencia y formación de grandes desigualdades sociales, que se han traducido en la adjudicación de la tierra en pocas manos. Durante muchos años los desarrolladores captaron todas las plusvalías del suelo sin devolver nada a la ciudad, traduciendo el esfuerzo del estado y de toda la comunidad en un enriquecimiento de los propietarios de la tierra. Los instrumentos fiscales que existían -tanto nacionales como provinciales- y las tasas municipales nunca ponían en evidencia la puesta en valor de tierras inmóviles, mientras las ciudades crecían desorganizadamente.

Bahía Blanca no ha sido la excepción a este fenómeno. Sólo basta ver los grandes “manchones” de tierra ociosa que aún persisten en áreas urbanas, cuyos propietarios esperan el desarrollo en su derredor que, naturalmente, incrementará el valor de ese suelo. Simultáneamente, el gran programa de préstamos para vivienda para la clase media -ProCreAr- tiene como gran dificultad de implementación la falta de lotes a valores razonables, y muchos beneficiarios esperan del estado medidas efectivas que permitan la ejecución de numerosos créditos ya otorgados.

Los impuestos a la tierra nunca han sido un instrumento eficaz para la recuperación de las plusvalías, pues su tasa es muy baja y la base imponible está constituida por los revalúos catastrales, que siempre han estado muy por debajo del valor comercial. Además, estos impuestos muchas veces se integran a los presupuestos generales y no tienen como finalidad el financiamiento del desarrollo urbano de los lugares de origen de la recaudación.

La preocupación por el tema urbano y el mejoramiento de las ciudades es cada día mayor; de allí la necesidad de tomar conciencia de planificar el crecimiento natural de las urbes y buscar mecanismos de financiación para programas, obras y proyectos que ayuden a su desarrollo.

También se puede -y debe- analizar la posibilidad de otorgar plusvalías constructivas a lotes que posibiliten la movilidad de áreas degradadas o postergadas y, por qué no, a los predios con edificaciones patrimoniales, cuyos propietarios no saben qué hacer con ellas, por la imposibilidad de modificarlas debido al grado de protección que las mismas retienen. Aquí el accionar del estado es paradójico: por un lado determina ciertos bienes a preservar para cuidar la historia de las ciudades y, por otro, no ofrece ningún tipo de ayuda efectiva para su mantenimiento, dificultando a sus propietarios una lógica rentabilidad por algún uso que se les pudiera encontrar.

Sería valioso, asimismo, que nos demos la oportunidad de discutir en serio sobre la función social y ecológica de la propiedad -pudiendo la misma ser limitada por razones de salud pública, urbanismo o protección ambiental- y el principio de prevalencia del interés general sobre el particular, que va dirigido a proteger valores superiores comunitarios por sobre los individuales. Otras ciudades latinoaméricanas han dado pasos interesantes en estos temas -Bogotá, en Colombia, es una de ellas-, buscando que el estado beneficie con sus actuaciones urbanísticas tanto a los propietarios de los terrenos como a la comunidad.

Es por ello que deben generarse permanentes instancias de discusión sobre políticas a implementar para dar respuestas a las demandas que se presentan en la ciudades. En esos ámbitos -con necesaria participación de los colegios profesionales, cámaras empresariales que agrupen a desarrolladores urbanos, organizaciones intermedias y, por supuesto, el estado municipal- hay que buscar la forma de implementar normativas que faciliten un desarrollo natural de las ciudades y no, como muchas veces ha sucedido, solamente sentar las bases para que unos pocos realicen negocios pingües.


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